sábado, 10 de septiembre de 2011

Tú, que aún puedes.

Vivo con mi familia porque ya no tengo fuerzas para hacerlo solo. Me siento muy feliz de compartir mi vida con ellos, al principio, me dio vergüenza y me sentí un poco incómodo, como un invasor, pero al poco tiempo comprendí que tenía la gran oportunidad de hacerlo todo junto a ellos, cenar, dormir, leer, ver televisión… con las personas que más quiero en el mundo.
Al principio, me aposenté en una habitación grande y bonita, en la parte este de la casa, tenía una gran ventana blanca que me permitía ver el amanecer, todo era perfecto, bajaba a desayunar con mi hijo y su mujer a primera hora de la mañana, cuando él marchaba a su trabajo, venían los niños, ¡pequeños locos!, eran los mejores desayunos de mi vida, ellos se iban al colegio, yo me retiraba a mi habitación y leía el periódico, después una ducha y me iba al parque, intentaba caminar un poco pero cada día podía hacerlo menos, me cansaba y me tocaba sentarme en uno de los incomodos bancos a ver el tiempo pasar.
Cuando se acercaba el medio día, reunía mis fuerzas para volver a casa, podía oler la comida en los fogones cociéndose poco a poco desde la entrada, degustaba unos exquisitos alimentos y me tumbaba en mi habitación a hacer la siesta. Sobre las 17.00h la casa se llenaba de alegría cuando volvían los niños, yo me encargaba de prepararles la merienda y los acompañaba mientras se la comían. Les ayudaba a hacer los deberes, me encanta hacerlo, aunque sea viejo aún recuerdo y soy muy bueno en matemáticas y lengua. Por las noches me gustaba contar historias, nos reuníamos en el salón y todos me escuchaban atentamente. Cuando llegaba la hora de ir a dormir, pasaba por todas las habitaciones repartiendo besos, caricias y los arropaba a todos, acto seguido, me dirigía a mi cama, miraba la lúgubre noche desde mi ventana, sonreía, daba gracias a Dios por otro maravilloso día, y me iba a dormir.
Y así pasaban mis días, era el hombre más feliz del mundo.
Con el paso del tiempo, cuando bajaba a desayunar por las mañanas, mi hijo ya se había ido, no tenía tiempo para desayunar con nosotros y marchaba corriendo a su oficina. Poco a poco, los niños tampoco nos acompañaban, cogían su bocadillo y entre prisas y enfados, se iban a su escuela. Al final, acabé desayunando solo cada día, en el fondo me dolía, pero entendía que ellos tenían asuntos más importantes que hacer. Yo intenté seguir con mi visita diaria al parque, pero las piernas me fallaban, cada día sentía menos fuerza y decidí no volver a salir, me pasaba los días en casa, leyendo, mirando la televisión y esperando a que todos volvieran. De un día para otro, mis magnificas meriendas dejaron de gustar y los deberes se complicaron tanto hasta el punto que, aunque me esforzara, no podía ayudar, me sentí impotente y triste, pero entendí que no podía colaborar en todo como hasta ahora. Cuando llegaba el momento de contar mis historias, me encontraba solo en el salón, sin nadie a mí alrededor que me quisiera escuchar, suponía que estaban cansados y se habían ido a dormir. Cuando pasaba por las habitaciones para dar besos y abrazos de buenas noches, solo recibía regañinas por haberlos despertado.  Con la cabeza baja, me dirigía a mi habitación, ahora ya no sonreía como antes, aunque daba gracias a Dios por dejarme vivir un día más.
Cuando me dijeron que el Domingo iríamos al parque, no pude dormir en toda la noche, estaba emocionado, quería que llegara ya la mañana para prepararme y pasar un hermoso día. Fui el primero en levantarme, lo quise así porque sé que cada día soy más lento para arreglarme, me afeité, me duche y baje al salón, todos estaba ya listos, me dieron un beso y me dijeron que los esperara, que no tardarían. Me quede de piedra. Me mordí el labio inferior. Me asome por la ventana y quizás es que yo no quepo en el coche, o que mi paso lento los ralentizaría a todos… les dije adiós con la mano, mis ojos se llenaron de lágrimas y me senté de nuevo en el sofá a ver el tiempo pasar.
Empecé a sentirme invisible, ahora cuando bajaba al salón y estaban todos reunidos, nadie me miraba ni me decía nada. Yo intentaba hablar con ellos, pero solo algunas veces me respondían, estaban entretenidos con la consola o explicando cosas del colegio o del trabajo, cuando yo les quería contar algo, todos salían casi corriendo a sus habitaciones y me volvía a encontrar solo en el sofá.
Un buen día, me dijeron que debía trasladarme a otra habitación, necesitaban la mía para hacer un despacho y llenarla con un escritorio, sillas y libros y yo debía irme a otra más pequeña que está debajo de la escalera. No dije nada, cogí mi poca ropa, mi bastón y mi boina y me aposenté en mi nueva alcoba, ya no tenía ventana, hacia más frio, pero pensé que era más importante el nuevo despacho y que eso ayudaría a mi hijo en su carrera profesional.
Pasaron los días, meses y años y cada vez me sentía más solo aunque estuviera rodeado de mi familia. Muchas veces no salía de la habitación y nadie se daba cuenta ni me echaba de menos. Necesitaba un abrazo y oír un te quiero casi como el aire que respiro.
Una mañana, sin esperarlo, no pude levantarme de mi cama. Había muerto a mis 86 años mientras dormía. Cuando mi familia se dio cuenta, corrieron todos a estar a mi lado, lloraban desconsolados, se miraban unos a otros sin saber qué hacer. Me dieron muchos abrazos, me dijeron mil veces te quiero, pero yo ya no podía sentirlos ni escucharlos, poco a poco fui dejando de existir para ellos y ahora, ya no estaba.
Fui feliz hasta que deje de existir y me volví invisible, aunque mi amor por ellos no mermó en ningún momento. Hubiera dado mi vida por sentir y escuchar todo lo que me dijeron cuando me encontraba muerto en mi cama y sé que ellos se arrepienten de no haberlo hecho mientras aún respiraba.
Tú, tú que aún puedes, abraza y di te quiero, puede que mañana, ya sea tarde.